Esta es la historia de una maceta que quería ser estrella.
Una maceta rica en tierra y en nutrientes en la que se podía ver la huella de todos aquellos a los que había pertenecido. En ocasiones, podías notar el calor de las manos de gigantes provenientes de grandes ciudades; en otras, podías encontrar restos de pinaza de parajes montañosos o puede que rastros de arena árida y seca de tierras lejanas del sur de África.

E, incluso, si prestabas atención, justo en el centro donde estaba su corazón te llegaba el aroma de algún bohemio isleño que soñaba con una vida relajada. Pero aun siendo una maceta diversa y joven no tenía ni plantas, ni flores. Por eso, nuestra amiga admiraba y se sentía inspirada por las estrellas. Su ilusión era iluminar con su brillo la vida de nómadas y soñadores como hacían ellas.

Un día dos hermanos se encontraron a nuestro tiesto y al verlo tan apagado le preguntaron:

- ¿Qué te sucede pequeño?
- Me gustaría poder ser estrella e iluminar y dar felicidad a todos aquellos que quieran compartir su tiempo conmigo. – dijo nuestro amigo – Pero yo no tengo luz que brille e ilumine. Soy solo una maceta sin flores ni plantas.
- No te preocupes. ¡Nosotros te ayudaremos!

Al día siguiente, los niños volvieron con unas pequeñas semillas y las plantaron en la rica tierra que contenía nuestra amiga. La maceta sintió un cosquilleo, una sensación nueva y agradable, pero no entendió nada. Seguía siendo un montón de tierra sin nada que ofrecer.

Entonces, un día llegó el agua. Una nueva compañera con
la que compartir su tiempo y sus ilusiones. Una amiga arrolladora y con la fuerza propia del oleaje del mar que era capaz de llegar a cualquier rincón de nuestra maceta, nutrirse de cada una de las virtudes que en ella habitaban y alimentar a las semillas.

La maceta empezó a tener una sensación extraña. Algo crecía en ella. Una idea, un concepto, una ilusión, pero seguía siendo un montón de tierra sin nada que ofrecer.

Nuestra amiga empezó a pensar que nunca podría ser nada
que se pareciera a una estrella. Pero llegó el sol, con su calor, con su vitalidad, con su energía y algo se hizo más fuerte dentro de ella.

Cada vez que nuestra amiga desfallecía en su empeño, venía el sol y parecía que todas sus ilusiones podían convertirse en realidades. Y aunque seguía siendo solo una sencilla maceta sin flores ni plantas, por alguna razón, nuestra amiga empezó a sentirse más cerca de las estrellas.

Y es que un día, empezaron a brotar flores en nuestra querida amiga. Todo un grupo de ellas que llenaban de color y de energía el espacio en el que antes solo había ilusiones e ideas. Y cada una de esas flores era el reflejo de toda aquella tierra rica y diversa que durante tanto tiempo se había acumulado dentro de la maceta. Gracias al esfuerzo de las flores por hacerse más fuertes y crecer, la maceta por fin estaba cada día un poco más cerca del cielo y de las estrellas.

Fue en ese preciso instante, cuando de repente aparecieron de nuevo los dos hermanos con otros niños para disfrutar de ese colorido espectáculo, que nuestra amiga comprendió que, de alguna manera, ella también se había convertido en estrella.

Puede que no tuviera luz tintineante que guiara el camino de nómadas y soñadores durante la noche, pero sí tenía flores que iluminaban y daban color a la vida de aquellos que se cruzaban con ella durante el día.

Es la historia de una maceta que a su manera se convirtió en estrella.
Es la historia de una mujer que fue tierra y que, gracias al sol, al agua, a las flores y a la inspiración de las estrellas creó Cusiet para iluminar y dar color a todos aquellos niños nómadas, libres y cosmopolitas.